lunes, septiembre 27, 2010

india celta 1 (cuento para concurso)

Mi sangre mezclada y criolla, rebosa de leyendas celtas e indígenas, y no podría decidir cual de mis ancestrales historias me atrae mas, porque ambas son tan ricas, extravagantes y me atrapan con tanta intensidad, que preferí considerarme simplemente una india celta.
Por el lado materno hay desde una tatarabuela francesa, muerta a los cien años y de cadáver incorrupto, a mi abuela, considerada la bruja de las hierbas, por un pueblo al que salvó del hambre en las dos guerras que les tocó vivir.
Seguramente, todo fue convenientemente adornado para impresionar criaturas (mis hermanos y yo), por la ampliamente conocida exageración de mi mamá.
Pero como la mayoría de las hijas mujeres, que quieren un poco más a sus papás, y por las dulces y sabias experiencias compartidas con mi padre desde los tres años, tuve más acceso a ese mundo supersticioso y cómico de las leyendas de frontera, por haber él nacido en el Chaco.
Mi abuela, Doña Asunción, paraguaya e hija de brasileros, quedó viuda estando embarazada, por lo que al pobre Eduardo, - mi padre -, lo criaron sus hermanos mayores. Y digo pobre, porque al hecho de crecer huérfanos, en medio de una isla perdida en la selva, casi indigentes, y dependiendo de lo que sembraban para comer, y de la cosecha de algodón o caña, mi “pobre” padre, tuvo que aguantar el zamarreo de sus hermanas que, por falta de muñecos, lo convirtieron en su diversión.
Pero ya con cuatro años o mas, la cruel estrategia tragicómica, era alterar su imaginación con cuentos de aparecidos, solo que, a pesar de la dura vida que llevaron, mi padre y mis tíos, - que llegaron a ser intelectualmente autodidactas en varios órdenes de la vida-, convirtieron lo que fue una pesadilla para otros, en material para inventar aventuras infantiles primero, y literatura después.
Me jacto siempre del libro escrito por mi tío Crisanto, que ilustra la Biblioteca del Congreso, y que es referente de la historia que se gestó entre los hacheros del monte chaco-paraguayo.
Y son justamente ellos dos, que teniendo entre seis y catorce años, uno y otro, (conjeturo por haber fallecido todos a los que podría preguntar) tuvieron una de las primeras batallas de una larga serie, que debió haber sido un libro, pero que mi padre jamás llegó a editar.
Y esta historia comienza en un día de calor suave, de los que permite que los muchachitos de entonces, y aún los de ahora, se largase a recorrer los caminos en busca de entretenimiento.

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